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Cuando ser madre lo invade todo: el camino de vuelta a mí

  • Foto del escritor: Manuela Ocaña
    Manuela Ocaña
  • 23 may
  • 2 Min. de lectura

Hay una etapa en la maternidad —que no avisa, que no tiene fecha exacta— en la que dejas de ser tú para convertirte solo en madre. No es algo que decides. Simplemente pasa. Un día te despiertas y te das cuenta de que ya no sabes quién eras antes de tener hijos. Que tus conversaciones giran en torno a pañales, meriendas, citas médicas, actividades escolares. Que ya no recuerdas cuándo fue la última vez que hiciste algo solo por el placer de hacerlo. Que tu cuerpo ya no te pertenece del todo. Ni tu tiempo. Ni tu silencio.


maternidad

Y aunque la maternidad te transforma de una manera hermosa, también puede arrasarte.


Yo lo viví así. Lo estoy viviendo. Pasé de ser una mujer con sueños, pasiones y ambiciones, a ser una mujer que corre detrás de todo y para todos, que organiza el día como un puzle imposible, que se pone siempre la última en la lista, si es que se pone. Me olvidé de mí. Literalmente. No solo dejé de mirarme en el espejo, dejé de verme por dentro.


La culpa silenciosa de querer un espacio

Cuando me atrevía a desear un rato a solas, me sentía egoísta. Cuando pensaba en tomarme una tarde libre, imaginaba todo lo que quedaría por hacer y lo descartaba. Cuando me miraba en el reflejo apagado del horno mientras calentaba la cena, pensaba: ¿dónde estás? ¿dónde te has ido? Y me dolía.


Porque nos enseñaron que una buena madre lo da todo. Que el sacrificio es amor. Que el cansancio extremo es normal. Que si te quejas, no agradeces. Pero nadie nos dijo que también es amor cuidarse. Que también es maternidad mostrarse humana, vulnerable, cansada. Que también es ejemplo enseñarle a tus hijos que tú, su madre, eres una persona completa. No un satélite girando en torno a ellos.


Volver a ser mujer: sin culpa, sin permiso

Estoy en ese proceso de reconciliarme conmigo. De entender que no tengo que elegir entre ser madre y ser mujer. Que puedo amarlos con todo mi ser y al mismo tiempo, necesitar bailar, escribir, dormir ocho horas, arreglarme para mí, estar en silencio, leer sin interrupciones. Puedo quererlos con la vida y aún así necesitar un rato para estar sola.


No es fácil. A veces parece imposible. Pero he aprendido a buscar esos pequeños espacios como si fueran oxígeno. Cinco minutos en la ducha sin preguntas al otro lado de la puerta. Un paseo sola. Un té caliente que no se enfríe. Una cita conmigo misma. No siempre lo consigo. A veces vuelvo a caer. Pero ya no me culpo. Me abrazo, me reconozco, me recuerdo que merezco existir, no solo sobrevivir.


Y cuando me reconecto conmigo, algo mágico sucede: soy mejor madre. Más presente, más cariñosa, más paciente. Porque me estoy cuidando. Porque me estoy escuchando.


Ser madre me cambió. Pero ser mujer me sostiene. Y en ese equilibrio inestable, imperfecto, valiente… estoy aprendiendo a vivir.

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